siguiente para compensar su prematura salida;
además de los otros quehaceres del hogar,
como las compras para la semana y el alimento
para sus amadas mascotas.
Ya casi habían llegado a su destino y el
conductor aún se encontraba enfrascado en su
verborrea médico-política. Cuando por n el
vehículo se detuvo, y se realizó la transacción
correspondiente, el conductor se despidió
diciendo: “No se olvide de ver la conferencia
de mañana”; a lo cual, Don Nicolás, esbozó
una ligera sonrisa en respuesta y continuó su
camino.
El tramo que ahora lo separaba del consultorio
era efímero en comparación a todo lo que ya
había recorrido; sin embargo, el malestar que
lo iba mermando no le dio tregua alguna e hizo
que aquellos últimos pasos pareciesen eternos.
Finalmente, se encontró a las puertas de
aquella morada que signicaría el n de sus
problemas. Al ver que no había algún otro
paciente esperando, se invitó a pasar a sí
mismo e ingreso solo para encontrarse con un
escenario ajetreado y a su médico de cabecera
como fuente de tal entropía.
Cuando el médico se percató de su
inadvertida visita, sin dejar de organizar sus
papeles y alistándose para salir, saludó a
su consuetudinario paciente: “Qué tal, Don
Nico!, ¿En qué puedo ayudarlo?”. Por algún
motivo, aquella situación evocó una sensación
de desesperanza, en lugar de alivio en Don
Nicolás.
Brevemente, le expuso sus mitigantes
síntomas a aquel apurado médico que tenia en
frente. Probablemente, una emergencia habría
surgido para justicar tal comportamiento
pues, pese a que escuchaba los descargos de
su paciente, continuó alistando todo para su
impostergable huida.
Con la conanza de conocer la condición de su
paciente de toda la vida y con un asunto urgente
que atender, le respondió: “No se preocupe,
Don Nico. Qué le parece si lo vemos mañana”.
Aquella fue una respuesta agridulce que no
merecía la proeza que signicó el trayecto
de venir a verlo. Mientras Don Nicolás salía
del consultorio, raudamente, su contraparte
cerraba la puerta con llave y se desvanecía de
la escena.
Estos últimos acontecimientos fortalecieron la
teoría de que lo que fuese que lo aquejaba no
podría ser algo tan grave y su procrastinación
quizás no sería tamaño pecado. Pese a este
pensamiento, Don Nicolás aún refunfuñaba
para sí mismo: “Qué le costaba tomarme,
aunque sea, la presión”.
Tras considerarlo por un momento, pensó en
ir a casa a dar por terminada su travesía, pero
también apareció en su mente la imagen de
su esposa; a quién, nalmente, decidió llamar
antes de realizar cualquier último movimiento.
Como era de esperarse, el regaño y
preocupación que ella manifestó fueron
motivo suciente para que decidiese buscar
una segunda opinión. Por fortuna, cerca se
encontraba un hospital que era aclamado
como uno de los mejores que el Estado había
proveído.
Esta vez, con total serenidad, o quizás con una
endeblez absoluta, explicó sus síntomas a un
médico desconocido para él, pero que lucía
impertérrito y presto a realizar cualquier acción
con tal de llevar a cabo su imprescindible labor.
Con una ejecución protocolar, procedió a
realizar la auscultación tras la anamnesis
presentada. Al mismo tiempo, se dibujaba una
ligera expresión de sospecha en su semblante,
por lo cual decidió tomar el estetoscopio y
dirigir su atención hacia los sonidos cardiacos.
Tras realizar dicha acción, miró al vació un par