Acta Herediana vol. 63, N° 2, julio 2020 - diciembre 2020
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Periódicas estancias de estudios en el
extranjero me alimentaron de sensaciones
y, con ello, manifestáronse ciertos rasgos de
este sentimiento que oprime a quien le urge
volver, intentaré exponerlos sirviéndome de
las vicisitudes de mi último viaje.
A inicios de febrero de 2020 partí hacia España
llevando conmigo desde Perú la serena
emoción de ampliar mi formación académica
en la escuela de derecho que años atrás ya me
había acogido como alumno. Me aguardaba
en Madrid mi novia, quien semanas atrás se
había trasladado a esa ciudad como parte de
un programa de becarios.
Restaba una semana para el inicio de mis clases,
apoyado en estadías previas, estimé contar con
el tiempo suciente para instalarme y denir
una suerte de enclave, un microcosmos a mi
medida que integrara -el orden es deliberado-
una librería, una taberna, una panadería y un
supermercado; luego, debía memorizar la ruta
hacia la escuela, que siempre recorrería a pie;
y, la ruta hacia el Parque del Retiro, escenario
ideal para el deporte pedestre.
Fijando esta última ruta conocí la Cuesta de
Moyano, un paseo peatonal que da posada a
una nutridísima feria de libros, organizada en
casetas, a cargo de distintos libreros siempre
dispuestos a compartir una charla lúcida.
Madrid late en sus calles, expresa su voz en
sus cafés, en sus bares, en sus coches de metro,
cada hablante construye una parte del gran
guion general.
Hacia nes de febrero el denominado Covid-19
se fue instalando en la plática cotidiana, se
percibía un riesgo inminente, paralelamente,
los rostros empezaron a portar mascarillas y,
las miradas, recelo.
La pandemia llegó y la escalada fue vertiginosa,
se dispuso la inmediata suspensión de clases.
A los estudiantes extranjeros se nos ofreció,
en condiciones favorables, una breve visita a
Portugal, mi novia y yo decidimos aceptar la
propuesta, con el equipaje esencial y algo más
de una hora de vuelo, aterrizamos en Oporto
por la mañana.
Por la tarde nos ocupó una larga conversación
desplegada a lo largo de la ribera del Duero.
Evaluamos el retorno a Perú, por prematuro
lo desestimamos, además de dejar truncos
nuestros estudios, conllevaba descaminarnos,
defraudarnos y defraudar a nuestras familias,
en el camino nos interceptó un ocial de
policía, quien nos informó que toda Europa
cerraba sus fronteras internas a la medianoche.
Desconcertados tuvimos que adquirir sin
dilación, billetes de tren a Coímbra, ciudad de
donde partía el último tren a Madrid. Tras la
ventanilla, el taquillero me solicitó, incrédulo,
que repitiera el destino de mi viaje, volví a
decir Madrid, viéndome a los ojos me extendió
lentamente los billetes como quien entrega una
sentencia adversa.
Llegamos a Madrid, la estación de Atocha está
desolada, nos reciben policías y personal de
sanidad, acreditamos nuestro lugar temporal
de residencia, camino a ella, nos ensordecen
las sirenas de las ambulancias, nos turba la
imagen de la gente agolpada en las puertas de
los supermercados, nos inquieta espectar un
ritmo aebrado, una atmósfera tétrica.
Llegamos a casa, recibo la llamada de mis
padres, me reconforta, en un momento de la
conversación se desliza con sigilo el maullido
de uno de mis gatos, tengo el alma rasgada,
escribo desde una herida que no consigo
restañar.